Había una vez un Rey sabio y amado, que se interesaba mucho por su pueblo y sólo deseaba lo mejor para él. La gente sabía que el Rey tenía interés personal en sus asuntos y trataba de comprender cómo sus decisiones, las del Rey, los afectaba. Periódicamente el monarca se disfrazaba y recorría las calles con la intención de ver la vida desde la perspectiva de ellos.
Un día se disfrazó de aldeano pobre y visitó los baños públicos. Allí se encontraban muchas personas que disfrutaban del compañerismo y de la relajación. En una caldera del sótano calentaban el agua para los baños y un hombre era el responsable de mantenerla a una temperatura agradable. El Rey se dirigió al sótano para visitar a la persona que incansablemente vigilaba el fuego.
Ambos compartieron una comida y el Rey ofreció su amistad a este hombre solitario. Día tras día, semana tras semana, el Rey visitó al encargado de vigilar el fuego. El hombre del sótano simpatizó de inmediato con el extraño visitante, porque bajaba al sótano donde él estaba.. Nadie más habìa demostrado tanto interés o preocupación por él.
Un día, el Rey reveló su verdadera identidad a su amigo. Fue una jugada arriesgada, puesto que temía que el hombre le pidiera favores especiales o algún regalo. En cambio, el nuevo amigo del Rey lo miró a los ojos y dijo:
- “Dejaste tu palacio cómodo para visitarme en este sótano caliente y sucio. Comiste mi comida escasa y demostraste interés genuino en lo que me sucede. Quizás a otras personas les has dado regalos costosos, pero a mi me diste el mejor regalo de todos. Me diste el regalo de tu persona.”
Tomado de:
http://reflexionesdiarias.wordpress.comQuien a su vez lo tomo del libro “Y ¿de quién es la culpa?” (Ed Intermedio).
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